El custodio del secretismo eclesial

Como en una interminable y recurrente pesadilla, la Iglesia chilena no deja de sorprender con su impresionante historial de vergüenzas que indignan a moros y cristianos. Los delicta graviora, como denomina el derecho canónico a los delitos de mayor gravedad cometidos por el clero, no cesan de escandalizar a una sociedad que hace ya rato dijo, ¡basta!

Pareciera que ese temido infierno, tantas veces predicado para evangelizar a una feligresía infantilizada, no estaba en esa eterna hoguera magistralmente escenificada en la Divina Comedia de Alighieri, sino que ha estado, para demasiadas víctimas, en las entrañas misma de la jerarquía eclesiástica.

Los crímenes, que en un comienzo eran identificados con las pasiones desatadas de no pocos miembros del bajo clero, paulatinamente fueron escalando hasta comprometer a todos los estamentos de la pirámide jerárquica de la Iglesia.

Con esto, el secretismo, que por muchos siglos ha sido el principal bastión defensivo de las contradicciones evangélicas, comenzó a ser derribado, primero por el coraje de las víctimas, y más recientemente gracias al poder de la justicia civil. Prueba de ello son los vergonzosos allanamientos de los obispados de Santiago, Rancagua, Temuco y Villarrica.

Y como un hecho especialmente significativo, el Canciller del Arzobispado de Santiago, Oscar Muñoz, ha sido formalizado por un Tribunal de Garantía, quedando en prisión preventiva para investigar graves delitos sexuales contra menores.

La significancia de este hecho dice relación con la responsabilidad del cargo ejercido en la Iglesia de Santiago por el acusado. En efecto, el Derecho Canónico encarga al Canciller la responsabilidad de ser ministro de fe para que ciertos actos del obispo tengan efecto jurídico, por lo que su “principal función consiste en cuidar de que se redacten las actas de la curia, se expidan y se custodien en el archivo de la misma.” Para tales funciones, el mismo Código establece que el Canciller debe ser una persona “de buena fama y por encima de toda sospecha”.

Y para resguardar la información confiada al Canciller, el Derecho Canónico lo obliga a mantener dos archivos, donde uno es el “archivo secreto”, donde se guardan “con suma cautela los documentos que han de ser custodiados bajo secreto”.

Es ahí donde el secretismo de la Iglesia cobra realismo absoluto.

Luego, con los mismos principios de la moral cristiana, y dejando fuera el caso del sacramento de la Confesión, cabe preguntarse con honestidad ¿para qué la Iglesia necesita el recurso del secreto de los actos humanos?

Ello acaso, ¿no está reñido con la justicia y la igualdad que garantiza la dignidad cristiana para todos los bautizados, por ser todos hijos e hijas de Dios?

De hecho, el mismo Jesucristo enseña que “nada hay secreto que no llegue a descubrirse ni nada oculto que no llegue a conocerse.  Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz del día; lo que os digo en secreto, proclamadlo desde las azoteas de las casas.” (Mt 10, 26b-27)

En consecuencia, el secretismo de la Iglesia no es, sino un recurso humano establecido para afianzar esa desviación histórica que asumió, cuando abandonó el camino del servicio y del Evangelio, para convertirse en un enclave de poder, que en el curso de la historia ha permitido ocultar horrores y maldades tan graves como los abusos de menores, su complicidad y su ocultamiento.

Luego, el secretismo en la Iglesia es esa “arcana imperii” que tantas veces se esgrime como “razón de Estado” para justificar los secretos del poder. Esto, moralmente puede ser comprensible y necesario como recurso de la política, pero jamás como recurso eclesiológico.

Entonces, la detención del Canciller del Arzobispado de Santiago, llevada a cabo por la justicia chilena, bien podría ser un atisbo de esa justicia divina que tanto esperan y necesitan las víctimas, los fieles y sociedad entera, especialmente porque pudiera ser el camino para ventilar esos oscuros secretos en los que se ha amparado demasiada impunidad.

Así también, podría conducir al camino de retorno al Evangelio, de una Iglesia menos imperial, menos jerárquica, más servicial y con genuino espíritu cristiano.

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