Una guerra contada desde las fronteras

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¿Y si no todos los periodistas deben estar en la primera línea, entonces qué?

Una guerra contada desde las fronteras
 Carolina Espinoza
Llévatelo:

"Vivir para contarla" se llamaba la novela autobiográfica de la juventud e infancia de Gabriel García Márquez y este título acompañó mis pensamientos, desde que fui enviada a la frontera polaco-ucraniana, a cubrir ese lado de la moneda de la invasión rusa a Ucrania.

La frontera, y no la primera línea, fue un desafío que me gustó. Pienso que las guerras del siglo XXI deberían cubrir aspectos que van más allá del "parte de guerra". Ese le vamos a tener por agencias, por canales oficiales y hasta por las redes sociales -citando por ejemplo, la actualizada cobertura a través de los canales Telegram en ambos bandos- que realizan los países en conflicto, desde el inicio de la invasión, el 24 de febrero pasado.

Más que enviar un medio a la primera línea, quizá lo prudente es poner esos esfuerzos en contrastar la gran cantidad de información falsa que circula en las redes, incluso en la de canales "oficiales" y hacer la verificación, para que el público no caiga en desinformaciones. Las fake news en guerra son, haciendo un paralelismo, lo que la contrapropaganda era en las guerras analógicas del siglo XX. Con malos y buenos, con manipulación de fotografías, con difusión de bulos o mentiras, con trucaje de audios e imágenes audiovisuales, un sinfín de desinformación que se ve amplificada en el siglo XXI, con el fácil acceso que tenemos a esas tecnologías.

Las otras guerras

¿Y si no todos los periodistas deben estar en la primera línea, entonces qué? Es una pregunta fácil de contestar, porque esta guerra está demostrando que las coberturas periodísticas de conflictos tienen varios frentes. No existe solo "el frente", sino varias aristas que enriquecen el relato de lo que pasa ante los ojos del corresponsal y le dan humanidad a una guerra inhumana.

Hoy se llama empatía y es importante a la hora de contar las otras noticias que genera un conflicto, y que repercutirán de igual o peor manera que las que se generan en el frente de batalla.

Es lo que me propusieron en Cooperativa. Cuando recibí la noticia de cubrir el conflicto desde la frontera ucraniano-polaca, recibí ese mandato. Humanizar la noticia, describir lo que tenía frente a los ojos y lograr transmitir a quienes escuchaban la radio, todas las otras cosas que se mueven en torno a una guerra en las fronteras. Y lo acepté, asumiendo que sería testigo de momentos duros, emotivos, chocantes, de impotencia o de peligro, donde la "coraza" del carnet de prensa no sirve para escudarse de dolores que son universales.

Hacia la frontera

Con ese espíritu fui y podría decir que desde el avión que me dirigió hasta Cracovia, Polonia, y especialmente en el tren que me condujo hasta Przemyśl, se podía sentir un silencio sepulcral y muchas caras de tristeza. Este ambiente se fue poniendo más denso a medida que nos acercábamos a la ciudad fronteriza. En cada ramal de estación, pasaban frente a mis ojos intensas despedidas familiares, miradas al horizonte, vagas, tristeza, y mujeres, muchas mujeres, de todas las edades, con niños que en su mayoría no sobrepasaban los 10 años y con más equipaje que una pequeña mochila o maleta.

La bella Przemyśl, una ciudad fronteriza donde aún se pueden palpar las huellas de la influencia soviética, está colapsada, convertida en un gran centro humanitario. La ciudad pasó de tener una población habitual de 40.000 personas, a 65.000 en tres semanas. Todo desbordado, partiendo por su estación de trenes, donde llegan las personas que han cruzado la frontera con Ucrania. Buses pequeños acercan a las personas refugiadas hasta la estación, y cuando abres las puertas de su majestuosa arquitectura, llega la bofetada de realidad: un improvisado refugio a personas agotadas, mujeres, ancianos, niños y niñas cansados porque varios han caminado junto a sus familias desde Kiev, Mariupol, o desde la región del Donbass, para estar a salvo.

La sala de espera, con distintos olores, a sopa, ropa mojada, niños, transpiración, a café caliente; atestada de mujeres que sentadas en cualquier rincón, pasan largas horas de espera hasta que algún voluntario o voluntaria les ayuda con el equipaje. Lo más conmovedor son los niños y niñas. Estoicos, muy pocos lloran. Siguen en shock. Una pediatra italiana, quien ha ido especialmente a tratar el trauma de los niños en los albergues de refugiados, me dice que hasta los 7 años es probable que los niños puedan no ser marcados con la experiencia de la guerra para toda la vida. Sobre esa edad, el daño es casi irreparable, el trauma es muy severo y hasta la explosión de un globo les causa pánico, porque les recuerda sirenas o bombardeos.

Cuando se logra romper la barrera idiomática, algo que se hace "como se pueda" con los muchos voluntarios jóvenes que han llegado hasta allí, se les deriva a uno de los grandes centros de atención, donde se les identifica y se encuentra un país o una familia de acogida, hasta donde viajarán con lo puesto, en autobús o auto particular.

Hay uno en esta ciudad y otro ex mall más pequeño en Korczowa, otro punto fronterizo más al norte. Ambos son centros comerciales habilitados para atender a los refugiados. La prensa no puede entrar, pero acompañando a un voluntario y sin grabar, sí pudimos ver cómo es el proceso de formalización del exilio, al interior en improvisadas oficinas. Proceso en apariencia correcto, pero no 100% seguro, porque el gobierno polaco -que ha recibido a más de 1 millón de ucranianos desde que estalló el conflicto- y las instituciones no gubernamentales, están sobrepasadas.

Existe mucha desconfianza entre las refugiadas, porque ni todos los controles a las familias de acogida son rigurosos, ni existe una única institución que pueda garantizar esto. Los refugiados hacen un verdadero acto de fe en confiar en quienes les acogen y claro, hay desesperación, a veces se pierde la calma porque la responsabilidad de haberse exiliado junto a sus hijos menores, madres, abuelas y padres ancianos, es grande. Hay momentos en que el frío exterior no importa y salen del refugio para echarse un cigarro, o simplemente dar una vuelta por los estacionamientos, donde hay en promedio cinco autobuses de distintas ciudades de Europa, para recoger a las personas refugiadas.

La línea

Voy en auto hasta Medyka. No hay transporte público hasta allí y la estación de tren del mismo nombre ya es territorio ucraniano y no acepta más que refugiados. Hasta hace poco, este punto de la frontera estaba rodeado de campos de papas o remolacha, dos principales ingredientes del borscho, sopa ucraniana. Hoy, los campos recién cosechados sirven para albergar a tiendas de campaña y puestos improvisados de organizaciones no gubernamentales que han querido estar nada más cruzar la frontera, para asistir a los refugiados.

En un túnel a cielo abierto de aproximadamente 900 metros de largo, desde la frontera hasta donde salen los autobuses, conviven la Cruz Roja Internacional con los Testigos de Jehová, Cáritas, un puesto de biblias en ucraniano, otro de sopa caliente, barritas energéticas, ropa usada, comida para perros y gatos -porque las refugiadas vienen con sus mascotas- agua, mucha agua porque hay mucha gente que viene deshidratada con las caminatas. Para completar el cuadro, un pianista italiano que se ha traído su piano desde Alemania, para interpretar melodías que tratan de hacer un poco más grata las largas esperas hacia la estación de tren.

Lo variopinto del escenario descrito impresiona, a ratos hasta choca, y los refugiados están para poca cosa. Aún están choqueados, y hay mucho pudor en sus caras. No quieren que se les grabe o se les fotografíe. Hay rabia con la situación, dolor por dejar a sus parejas en el frente y pudor porque se les vea en esa situación de indefensión.

Entrevisto a dos chicas muy jóvenes, que saben hablar perfectamente inglés, pero pocas palabras de su boca. Una tiene 15 años y la otra 20, y me cuentan que solas han hecho esa travesía desde la región separatista de Lugansk, que están muy cansadas pero felices de llegar hasta aquí. No saben quien les espera ni donde irán y eso encoge el corazón. Lo reconoce una periodista polaca con quien converso en las esperas.

"Yo he llorado varias veces, es imposible no hacerlo y también esto hay que contarlo porque las vidas de las mujeres que llegan hasta aquí son de una heroicidad que no siempre sale en los medios. Muchas no se van a mover de Polonia porque quieren estar cerca cuando la guerra termine", me cuenta la reportera del canal polaco 24 horas.

Lviv, ciudad fronteriza que está a medio gas donde entrevisté a un joven ucraniano que se dedicaba a hackear dominios rusos y donde hubo un bombardeo en su aeropuerto un día después de visitarla, comparte el panorama anteriormente descrito. En Radymno, pequeña ciudad polaca cercana a la frontera, de un catolicismo acérrimo pasa lo mismo. Todo el pueblo reza los domingos en misa de 12 por la paz mundial. Y también por sus familias, porque cada una de ellas ya ha albergado a una familia refugiada ucraniana y solo Dios -dicen- sabe por cuánto tiempo.

Los medios

Medios de comunicación de los más recónditos lugares del mundo encuentro todos los días, en cada una de estas pequeñas localidades. Se forma una suerte de solidaridad -no con las fuentes- pero sí con la logística y los cuidados. Me ofrecen comida, habitaciones, me preguntan si estoy bien e intercambiamos teléfonos para comunicarnos al final de día y asegurarse que todo está OK. Es inesperado, al menos en tiempos de alta competencia. Es raro ver gestos así, en medio de este horror humano.

Cuando leo en Twitter que las coberturas de algunos colegas son materia de broma o cuando veo que algunos critican la labor de periodistas que más que cubrir -dicen- "van a pasear", me entristece, porque les puedo asegurar que nadie en su sano juicio puede "pasear" aquí, teniendo como fondo estas escenas de dolor. Pensar en ello, desde la comodidad o el anonimato y "soltarlo" en las redes, está lejos de la empatía con los medios, que también es necesario considerar.

Quiero destacar que en este conflicto hay más mujeres que hombres reporteando. Eso implica una transformación en el tipo de relato que vamos a escuchar. Poner el foco en distintos aspectos. Ni mejor ni peor, sólo distinto, rompiendo el extendido mito que aseguraba que las mujeres no servíamos para cubrir una guerra. Este conflicto está demostrando lo contrario, y les invito a seguir las coberturas de María Sauquillo en El País, Almudena Cid en Televisión Española, las reflexiones de Ruth Guerrero en El Periódico de Cataluña, las crónicas de Olga Rudenko de The Kyiv Independent, de la periodista freelance Olga Tokariuk, y por supuesto nuestras periodistas chilenas Mariana Díaz o Andrea Arístegui, que también cubrieron el conflicto.

La vuelta a la realidad después de una cobertura de esta naturaleza, aún sin haber estado en la primera línea, es difícil y hay que hacerlo por desescalada. Les puedo confesar que no ha sido fácil, la cabeza sigue allí, todo el cansancio aguantado se viene de golpe y se manifiesta a través de sueños, pesadillas, y un cierto temor posterior que es bastante raro de asimilar. Un buen amigo periodista, con varias guerras en el cuerpo, me dice que aunque uno no haya visto imágenes de muertes, pero sí situaciones extremas de dolor y desgarro en las fronteras, sufres un tipo de estrés post traumático que es necesario asumir. Y vivirlo, y así como vino, pasará.

Y perdón por contar estas cosas aquí, porque inmediatamente recuerdo las palabras de mi profesor de Periodismo de Opinión, Hugo Olea, en la Universidad de Concepción, muy insistente con eso de que "uno nunca es noticia". Y es verdad, uno no es la noticia, pero contando ciertas cosas detrás de los micrófonos, ciertas cosas que le pasan a una, y que quedan fuera del rigor informativo, es quizás la manera en que podamos transmitir humanidad -ya lo dije antes- de algo poco humano. Como decía el documentalista argentino Hernán Zin en su película sobre corresponsales de guerra "Morir para contarlo": "soy humano, y nada de lo humano me resulta ajeno".

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